Registro de vida en la Amazonía peruana: y escape en el tiburón blanco

 

Record of life in the Peruvian Amazon: and escape in the white shark

 

DOI: https://doi.org/10.55996/manguar.v4i1.301

 

Recibido: 06-12-2024                 Aceptado: 12-02-2025

 

Lui Sergio Balvin-Landeo

Ministerio de Cultura del Perú

sbllui28@gmail.com

https://orcid.org/0009-0001-7039-2180

 

 

Resumen

 

Registro de Vida en la Amazonía Peruana es un testimonio que revela el papel fundamental del Estado en la atención a los pueblos indígenas u originarios, visto desde la perspectiva del servidor público. A través de una mirada intercultural, la obra expone los principales desafíos que enfrenta la labor estatal en condiciones adversas, donde la diversidad cultural no solo plantea retos operativos, sino también dilemas personales y profesionales para quienes desempeñan esta función. En este contexto, la comprensión de las diferencias culturales se convierte en un proceso de aprendizaje continuo, en el que la interacción con las comunidades invita a una reflexión profunda sobre la propia identidad y el compromiso con el servicio público.

 

Abstract

 

Registro de Vida en la Amazonía Peruana is a testimony that reveals the fundamental role of the State in the care of indigenous peoples, seen from the perspective of the public servant. Through an intercultural perspective, the work exposes the main challenges faced by the State in adverse conditions, where cultural diversity not only poses operational challenges, but also personal and professional dilemmas for those who perform this function. In this context, understanding cultural differences becomes a continuous learning process, in which interaction with communities invites deep reflection on one's own identity and commitment to public service.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Era un sábado de abril por la mañana cuando tomé un vuelo desde Lima con destino a Pucallpa, en la región Ucayali. Mi misión era contribuir a la incorporación de registros civiles en comunidades nativas y comprender cómo este proceso podría ajustarse a sus necesidades culturales y cotidianas, estaba entusiasmado por el reto, consciente de las brechas sociales y las barreras interculturales que enfrentan nuestras comunidades, preparé lo esencial para un mes en la selva: ropa, repelente, linterna, comida enlatada, agua y muchas expectativas. Durante el vuelo, reflexioné sobre cómo evitar que mis propios estereotipos nublaran mi percepción. ¿Cómo dialogar con una cosmovisión distinta, respetar su autonomía y promover su inclusión en el sistema estatal? A pesar de que mi formación me preparo para ello, las experiencias en campo son la verdadera realidad.

 

Al llegar a Pucallpa, el clima húmedo y cálido, acompañado de una suave lluvia, me dio la bienvenida, junto con mis compañeros, tomamos un mototaxi hasta el puerto del Reloj, donde abordaríamos un rápido, el barco grande a motor que nos llevaría hacia Atalaya, un viaje de 18 horas por el imponente río Ucayali, almorzamos y nos embarcamos con nuestros equipos y expectativas, cuando el barco hizo una pausa nocturna para reabastecernos, la oscuridad del puerto, iluminada apenas por la luz del barco, revelaba un enjambre de insectos, un recordatorio de que la selva siempre está viva.

 

Llegamos a Atalaya al amanecer, tras un desayuno en el mercado local, organizamos nuestro plan, mi compañero había contactado a Elvis, un miembro de la comunidad nativa Bovinzana, quien vendría a buscarnos el lunes, mientras esperábamos, pasamos el domingo revisando rutas y estrategias de campo, acompañados de unas cervezas “San Juan”, reflexioné sobre la importancia de que nuestra labor fuera más que técnica: debía ser un acto de acercamiento cultural, de reconocimiento mutuo entre el Estado y estas comunidades olvidadas.

 

El lunes, Elvis llegó para llevarnos a Bovinzana en un peque, una pequeña canoa que se mueve con dificultad por los caudalosos ríos amazónicos. El viaje de seis horas fue agotador pero sublime. El paisaje, con su cielo inmenso y su selva interminable, parecía absorbernos en su inmensidad. La aventura había comenzado. Sentados en cuclillas en el peque, pronto quedó claro que esa postura sería un reto. Sin embargo, el majestuoso paisaje que nos rodeaba hacía que cada incomodidad valiera la pena. La corriente del río Ucayali nos guiaba con su fuerza indomable hacia el río Inuya, mientras el cielo azul infinito y el sol radiante parecían abrazarnos, conectándonos con la esencia misma de la naturaleza. Aquel día, el mundo se revelaba en su esplendor, aunque nuestras piernas, cansadas tras las horas de travesía, clamaban por descanso. Cambiaba de posición constantemente, buscando alivio, cuando el cielo comenzó a transformarse: nubes grises se acumulaban en un espectáculo de presagio. Una tormenta, inevitable y poderosa, cayó sin titubeos sobre nosotros. Los truenos resonaban como tambores celestiales, los rayos desgarraban el firmamento, y la lluvia intensa convertía el viaje en un baile frenético con la naturaleza. Por momentos, el temor se instalaba en mi mente: el peque tambaleante, el equipaje empapado, los peores escenarios dibujándose en mi imaginación. Pero en medio del caos, el rostro de Elvis, sereno y estoico nos devolvía algo de calma. Apenas intercambiábamos palabras, quizás porque aún éramos extraños, o tal vez porque la selva hablaba por nosotros. Elvis, parecía entender algo que yo apenas comenzaba a captar: en la selva, la paciencia y la adaptabilidad son esenciales.

 

Y luego, con la misma rapidez con la que llegó, la tormenta se desvaneció. El cielo, despejado con una celeridad que evocaba las lluvias con sol de mi tierra natal Jauja, en la sierra central del país, devolvió la luz. Mi sonrisa, perdida entre los relámpagos, regresó con el calor del sol que comenzó a secar nuestra ropa mojada. El atardecer, pintado con colores cálidos y suaves, se desplegó ante nosotros como una obra de arte viva. Era una bienvenida sublime al corazón de la selva, un recordatorio de la belleza que nace tras la tormenta. Ese primer día nos dejó exhaustos, con las mochilas llenas de ropa húmeda y las primeras lecciones grabadas en la memoria: la selva no perdona la falta de previsión, pero recompensa con una majestuosidad que desborda cualquier expectativa.

 

Al llegar a Bovinzana, el Apu nos recibió con hospitalidad y nos llevó a la escuela, donde dormiríamos esa noche. Bajo un cielo despejado y rodeados de los sonidos de la selva, reflexioné sobre lo que significaba traer registros civiles aquí. Para muchos, era el primer paso hacia una identidad legal reconocida por el Estado, pero también implicaba tensiones: ¿cómo integrar esta herramienta sin erosionar su autonomía cultural?

 

Al día siguiente, viajamos a la comunidad de Raya, la aventura continuaba viajamos 6 horas más entre lluvias y sol, colores infinitos. El Apu se refrescaba en el rio junto a su familia y allí, tras una cálida bienvenida y muchas tazas de masato, tras coordinar los días que compartiríamos con ellos, el Apu nos condujo a una humilde choza que había sido hogar del profesor, ausente por más de un mes. Su ausencia pesaba sobre la comunidad como un silencio incómodo, una preocupación que susurraba en cada gesto. Bajo el cielo estrellado y con la luz temblorosa de nuestras linternas, iluminamos la carpa que aguardaba en la penumbra. Dos tarántulas, aparecieron como centinelas nocturnas, y un escalofrío recorrió nuestras espaldas, decidimos buscar refugio fuera, en una terraza al aire libre, un lugar que prometía más libertad que seguridad. ¿Dormir a la intemperie en medio de la selva profunda? Era una experiencia que nunca habíamos imaginado con tal intensidad. La noche se llenó de pequeños invasores: moscas, zancudos y cucarachas que exploraban nuestro espacio con la misma curiosidad que nosotros explorábamos su mundo, desde el río cercano llegaba el murmullo de sus aguas, entrelazado con el canto de aves nocturnas y el vibrante coro de insectos, una sinfonía salvaje que acompañaba nuestro sueño intranquilo.

 

Entre mordidas, picaduras y el roce de nuestras propias inquietudes, los ojos se cerraron por fin, aunque las mentes viajaban lejos, hacia nuestros hogares, donde la comodidad parecía un recuerdo distante pero añorado. La noche pasó, y el amanecer nos recibió con cuerpos adoloridos por la madera dura que nos había sostenido.

 

Al amanecer lavamos nuestros rostros con las manos temblorosas en las aguas del río, sintiendo su frescura como un tímido consuelo, ya que en muchas comunidades en la selva peruana se carece de servicios básicos. Desayunamos tallarines simples pero reconfortantes, y con el corazón renovado y nuestras mochilas listas, nos preparamos para un nuevo día. El propósito era claro: capacitar al jefe de la comunidad y sus aliados, compartiendo conocimientos que, aunque modestos, buscarían fortalecer el puente entre su mundo y el Estado, un puente aún frágil pero lleno de esperanza.

 

En las capacitaciones para el Apu y sus líderes, el objetivo era que ellos mismos pudieran gestionar el sistema de registros civiles, nos enfrentamos a desafíos enormes: la falta de tecnología, la desconexión geográfica y, sobre todo, la necesidad de traducir procedimientos burocráticos a un lenguaje y enfoque intercultural. La educación no podía ser impuesta; debía construirse en diálogo, respetando sus formas de aprender y sus prioridades.

 

En cada comunidad, como San Juan de Inuya o Bovinzana, encontramos un patrón similar, las personas valoraban el esfuerzo del Estado por acercarse, pero la desconfianza y las dificultades logísticas eran evidentes, sin embargo, en medio de estas barreras surgían también oportunidades: los juegos de fútbol, las historias compartidas y las risas alrededor del masato estrecharon vínculos que trascendían cualquier manual de capacitación. Era un recordatorio de que la interculturalidad no se impone desde una política pública; se construye en el encuentro humano, en el respeto y el reconocimiento mutuos.

 

A medida que instalábamos oficinas de registro civil en estas comunidades, reflexioné sobre la presencia del Estado, su ausencia histórica no solo había limitado oportunidades, sino que también había generado un vacío simbólico: una desconexión entre lo que estas comunidades son y lo que el país como nación reconoce, incorporar registros civiles era más que un trámite: era una forma de afirmar que estas comunidades, con su cosmovisión, lengua y cultura, también son parte del Perú.

 

El regreso a Atalaya estuvo cargado de emociones encontradas, habíamos logrado avances significativos, pero las preguntas seguían latentes: ¿Cómo garantizar la sostenibilidad de estos proyectos? ¿Cómo evitar que las comunidades vuelvan a ser olvidadas una vez que nos hayamos ido? La selva, con sus desafíos y su belleza, me dejó una lección clara: la interculturalidad no es solo un ideal, sino una práctica constante que exige humildad, escucha y un compromiso real con la equidad.

 

Y así, como un río que arrastra con su corriente tanto sedimentos como reflexiones, aquella lección aprendida nos llevó nuevamente a cuestionar lo más profundo de nuestro entendimiento sobre "los otros" y la sociedad en su conjunto, regresaríamos a Lima, esta vez por tierra, a bordo de una camioneta que partiría desde Atalaya hacia Satipo, un trayecto largo y agotador que pronto nos colocaría en el epicentro de una realidad más compleja de lo que habíamos anticipado.

 

El viaje se vio interrumpido por una protesta que resonaba con la fuerza de un grito colectivo, los Asháninkas, guardianes ancestrales de estas tierras, habían alzado sus voces —y sus armas— por la muerte de uno de sus líderes, un hecho trágico que exponía la ineficacia y el abandono por parte del Estado, encargado de protegerlos. La indignación se manifestaba no solo en sus palabras, sino en su presencia firme y determinada, cerrando caminos con rifles y flechas como símbolos tanto de resistencia como de desesperación. Recordar que más de una docena de líderes indígenas y defensores de la Amazonía habían sido asesinados en todos estos años, por su resistencia al ingreso de actividades ilícitas como el narcotráfico, minería ilegal, tala ilegal, entre otras, exponían la vulnerabilidad de estas comunidades frente a las mafias de lo ilegal.

 

El conflicto nos obligó a desviar nuestro camino, pero solo para encontrarnos atrapados nuevamente en una comunidad llamada Buenos Aires. Allí, el tiempo pareció detenerse. Las rutas estaban bloqueadas, y el paso se volvía impensable, los Asháninkas, en su dolor y enojo, no admitían el diálogo; su postura era clara y definitiva. Querían la presencia de los ministros de Estado.

 

Atrapados en esa encrucijada, comprendimos que no éramos simplemente testigos, sino parte de un entramado social que se desenredaba frente a nosotros. ¿Cómo se construye una sociedad que ignora las demandas legítimas de sus comunidades más vulnerables? ¿Qué significa justicia cuando aquellos que más la necesitan son los más desatendidos? Las flechas tensas y los rostros de los manifestantes no eran solo una respuesta al abandono, sino una declaración de dignidad y autonomía, un recordatorio de que la interculturalidad debe ser más que un ideal abstracto; debe ser una práctica concreta, que reconozca y respete las voces de todos los pueblos que forman esta nación.

 

Y así, bajo un cielo que se teñía con la incertidumbre, entendimos que aquel viaje no solo nos había llevado a través de geografías desconocidas, sino también a través de las fisuras de una sociedad que aún tiene mucho por sanar.

 

Sin monedas que pudieran rescatarnos de nuestra encrucijada y sabiendo que nuestra estadía se extendería por varios días, nos enfrentamos a una verdad inquietante: las esperanzas de gestionar nuestro libre paso se desvanecían como la niebla al amanecer. ¿Dónde quedaba aquel antropólogo intercultural hábil en puentes y palabras? En ese momento, éramos poco más que espectadores atrapados en una protesta que nos sobrepasaba. Frustrados, nos debatíamos entre la impotencia y la incertidumbre, sin alcanzar a comprender en su totalidad la profundidad del reclamo que bloqueaba nuestro camino.

 

En busca de un respiro —y de alguna moneda que aliviara nuestra estadía—, decidimos sumergirnos en el cotidiano de la comunidad: cosechar café. La paga, nueve soles por lata recolectada, prometía subsidiar nuestra permanencia, pero no sin antes enfrentarnos a un desafío que se sentía como otra aventura dentro de la aventura. Las serpientes se camuflaban entre las hojas, los insectos acechaban, las arañas tejían su trampa, y el temido cashpairo —la oruga venenosa— se erigía como el guardián indómito de aquel preciado fruto. Cada rama que apartábamos era un recordatorio de nuestra vulnerabilidad, y aunque luchábamos con determinación, al final solo logré llenar media lata de café, una victoria modesta frente a la inmensidad de aquella experiencia.

 

Decididos a no rendirnos, trazamos un plan para salir de la comunidad. Arriesgaríamos nuestra integridad al partir de madrugada, cuando la noche aún reinaba y la protesta se encontraba dormida. Nos unimos a otras dos personas que compartían nuestra misma desesperación y, bajo el amparo de las estrellas, emprendimos el camino hacia el río. La promesa de un bote que nos cruzara por sus aguas indomables era nuestra única esperanza. En la siguiente comunidad, nos dijeron, el diálogo sería posible, y con ello, tal vez, el anhelado paso hacia nuestra libertad. Para encontrar esa libertad teníamos que encontrar un tiburón blanco.

 

Cada paso que dábamos en esa oscuridad tenía el peso de la incertidumbre y la adrenalina, pero también de una reflexión profunda. Nos preguntábamos, mientras el río murmuraba su eterna canción, cómo es que un país puede fragmentarse tanto que el entendimiento entre sus propios hijos se vuelva un reto. En ese tránsito entre el café, las serpientes y el río, nos dimos cuenta de que lo extraordinario de esta experiencia no residía solo en la aventura, sino en el espejo que nos ponía frente a frente con nuestras propias limitaciones y la compleja trama social de la que formamos parte en busca del tiburón blanco.

 

Amanecía, y entre los árboles que se reflejaban en las aguas del río, nuestras manos se alzaban haciendo señas hacia la comunidad vecina, la esperanza se mezclaba con la bruma matutina, mientras aguardábamos una respuesta que parecía nunca llegar, finalmente, desde la distancia, un bote apareció, surcando el agua como un mensajero de posibilidades, nos preguntaron quiénes éramos y por qué buscábamos cruzar en días de prohibiciones, con respeto, nos presentamos como trabajadores del Estado; los polos que vestíamos se convirtieron en el puente que nos identificó y permitió nuestro paso.

 

Al llegar a la comunidad, nos encontramos con un grupo reunido, hablando en su lengua ancestral: el ashaninka , cada palabra, cada  gesto, reflejaba la fortaleza de una cultura que resistía con orgullo y dignidad, nos dirigimos a ellos con cautela, explicando nuestra misión y nuestras funciones, les hablamos de algo tan cotidiano en otros lugares, pero tan significativo para ellos: el proceso para iniciar su propia oficina de registros civiles, la propuesta resonó entre ellos como un nuevo camino hacia el reconocimiento y la autonomía, y pronto las miradas serias se transformaron en sonrisas de entusiasmo.

 

Mientras ellos celebraban la posibilidad de plasmar su identidad en papeles oficiales, nosotros sentíamos la satisfacción de cumplir con nuestra misión. Pero el viaje aún no terminaba, y el anhelo de regresar a casa seguía latente. Con humor y una pizca de agotamiento, le dijimos al jefe de la comunidad: "¿Hay un tiburón que nos lleve a casa?" El líder, comprendiendo el trasfondo de nuestra travesía, se sumó a nuestra petición, y con su ayuda conseguimos una camioneta, conocida como tiburón blanco.

 

Así, en ese tiburón blanco, partimos de nuevo, con el cielo como guía y el eco de nuestra experiencia vibrando en cada recodo, las tierras y curvas nos llevaron hasta Pichanaki, de donde posteriormente llegué a Jauja a encontrarme con mi familia, pero en realidad, ese viaje nos condujo mucho más lejos: hacia una reflexión más profunda sobre los puentes que aún faltan construir en nuestro país y la fuerza que reside en la conexión con los otros, en su diversidad y en su riqueza.

 

Finalmente de retorno a Lima, cargando en el cuerpo el cansancio del viaje y en el alma las marcas de cada lección vivida, me encontré con la indiferencia de algunos directivos, parecían entender poco o nada de lo que significaba haber estado allá, en el corazón de la selva, entre voces y miradas que clamaban por justicia y reconocimiento, la displicencia con la que abordaron mi relato generó en mí un resentimiento que no pude, ni quise ocultar, porque comprendí, con amarga claridad, que la interculturalidad no se trabaja desde oficinas ni en papeles, se vive, se siente, se construye en el terreno, con humanidad y empatía, no desde la comodidad de un escritorio.

 

La protesta de los ashaninkas de Satipo, ese acto desesperado y brutal que buscaba romper el muro del olvido, no resonó mucho en las ciudades vecinas. Ni en Pichanaki, ni en Jauja, ni en Huancayo, y mucho menos en Lima. Ahí entendí la cruda verdad de su lucha: no era solo un grito, era una exigencia a ser escuchados después de años, décadas y siglos, de ser silenciados, adormecidos momentáneamente con promesas incumplidas. En su acto de resistencia había una lección para todos: no basta con existir, hay que hacerse notar en un sistema que margina a los que no encajan en su narrativa centralista.

 

Y con cuánta verdad, me di cuenta de que ni siquiera estando tan cerca de lado a lado y mucho menos en la capital nos escuchamos entre nosotros. En una ciudad que corre al ritmo vertiginoso de la globalización, donde las voces se pierden en el ruido del tráfico y el bullicio de las transacciones, olvidamos lo más esencial: que escuchar es el primer paso para transformar.

 

Esa experiencia, dura y reveladora, no me quebró; me renovó, me inspiró a seguir trabajando por quienes más lo necesitan, a construir puentes entre mundos que parecen distantes pero que son profundamente interdependientes. Y a buscar, entre mis pares, funcionarios y líderes que compartan ese fuego interno, esa convicción de que el cambio comienza no con un cargo, sino con una causa. Porque si algo aprendí en esos días es que no hay mayor justicia que devolver la voz a quienes han sido silenciados, ni mayor revolución que reconocer y abrazar la diversidad de nuestro país.